La destrucción masiva de la identidad del ser humano.

Hendrik Vaneeckhaute

Hablar de la importancia de la identidad para el ser humano, es hablar de la dignidad de las personas, de los pueblos, de la vida. La identidad nos dice quién somos, de dónde venimos y nos permite proyectar un camino para el futuro.



La identidad nos ayuda a mantener la seguridad emocional y la capacidad de acción, mediante la toma de conciencia de las situaciones que vive la persona, la vivencia de ser uno mismo y el sentimiento de pertenencia a un grupo o comunidad.” (Beristain, 1999 [1])



No es algo estático, al contrario, evoluciona a lo largo de nuestra vida, influido por el entorno, la cultura y la estructura de la sociedad. Podemos diferenciar entre una identidad individual, centrada en los atributos y características individuales de la persona, y una identidad social, según la pertenencia a uno o varios grupos de referencia, convicciones sociales, etc. Un concepto clave en la construcción de nuestra identidad, es el tejido social. Son aquellas relaciones y personas con las cuales nos relacionamos y que nos estimulan, nos aceptan y nos ayudan a afrontar la vida. El tejido social nos relaciona con los demás, crea vínculos afectivos y provoca solidaridad.



El Libre Mercado Capitalista explota brutalmente la necesidad de las relaciones sociales. De un lado destruye las estructuras sociales básicas, entendidas como tejido social. Y del otro lado crea nuevas estructuras, basadas en la jerarquía y la competición. Estas nuevas estructuras, siempre basadas en el principio de la maximización del beneficio financiero personal, no contienen los elementos básicos de un tejido social, como la confianza, la solidaridad, la cooperación y el intercambio. Al contrario, son fugaces, fuera del control de los miembros, exigen un esfuerzo permanente de renovación y reestructuración y destruyen la personalidad e identidad de las personas y de los pueblos.

La identidad, tanto de los pueblos como de las personas, se basa en un equilibrio entre la naturaleza (el ser humano como parte de la naturaleza) y la cultura. El capitalismo no solamente niega la existencia y el valor intrínsico de la naturaleza (y por ello el vínculo necesario del ser humano con ella), sino que la convierte en un objeto más subyugado a la lógica de la maximización del beneficio.

El capitalismo, en su afán de producir siempre más beneficios, necesita un crecimiento constante. Para ello es necesario apropiarse cada vez de más territorio, incorporar más trabajadores a sueldos de miseria e incorporar más actividades humanas. El tiempo libre, la cultura, la educación, la salud, el agua potable, toda actividad humana tiene que generar beneficios privados. En su expansión, el capitalismo no permite otras formas de organizar la economía y la vida. Dónde las haya o dónde puedan surgir, siempre trata de imponer su voluntad a través de la guerra y de la represión. El objetivo principal de la guerra sucia es la destrucción del tejido social. Sembrar el miedo y el terror, para provocar desconfianza, para descomponer la sociedad, destruir su identidad, y reemplazarla con la identidad deseada: una sociedad de personas individuales, sin identidad propia mas que la ofrecida por el mercado. Una sociedad sin identidad de pueblo mas que un falso patriotismo impulsado por mecanismos artificiales, como el enemigo común, la patria, o los grandes acontecimientos.

Sin la diversidad de identidades, el mundo global capitalista es bipolar. Divide a las personas en dos grupos: los seres consumistas frente a los destinados a ser consumidos. El primer grupo genera los beneficios y la base económica necesaria para la especulación. El segundo grupo, mayoritario, genera la reserva de mano de obra necesaria para la producción. También divide el planeta en dos: espacio para consumir y producir los bienes de consumo, y espacio para extraer la materia prima y producir la alimentación básica. La población que habita en ese último espacio es considerada como colateral, molesta y es forzada a formar parte del grupo de los seres destinados a ser consumidos. Para apropiarse de ese territorio, hace falta destruir el ser-campesino y el ser-indígena, no sólo como personas y pueblos, sino también como formas de vivir y posibles alternativas al modelo único.

Podemos resumir los principios del actual modelo capitalista en tres elementos fundamentales [2]:
(1) la destrucción de la identidad propia,
(2) una realidad socioeconómica basada en la vivencia inmediata
(3) la ideología del único modelo posible.

Estos elementos son aplicados de diferente manera en los dos grupos, los consumidores y los ‘consumidos’.

Para los seres consumidores, la destrucción de la identidad propia es condición necesaria para lograr un alto grado de consumismo dirigido hacia aquellos productos que generan a la vez un alto grado de beneficio y de dependencia. Una persona con una identidad propia es capaz de auto-regular su propia vida y dispone de una actitud crítica frente al mundo exterior. El consumismo se basa en todo lo contrario, el mercado (tanto el mercado laboral como el de productos de consumo) regula la vida de las personas incapaces de hacer frente a la imposición de nuevas ‘necesidades’ artificialmente creadas.

Destruyendo la identidad propia, se desestabiliza la seguridad emocional de las personas, logrando sustituirla por la dependencia externa. Un estudio europeo (del año 2000) revela que el 33% de sus habitantes presenta un alto nivel de adicción al consumo irreflexivo o innecesario, problemas graves de compra compulsiva, o una evidente falta de autocontrol económico. Una cifra que aumenta rápidamente, llegando en los jóvenes al 46%. La felicidad de estas personas (y ‘la toma de conciencia de las situaciones que vive la persona’) es instantánea: el momento de la compra produce una felicidad fugaz, que sólo se logra repetir con otra compra. La frustración generada por la insatisfacción de ese consumo momentáneo e inmediato, produce otro deseo, más fuerte, a satisfacer por otro consumo. Una rueda que gira cada vez más rápida, acelerada por el adoctrinamiento diario de los mensajes publicitarios. Siempre se ofrece un nuevo modelo, una nueva versión, una nueva moda o una sensación más fuerte.

Para satisfacer la adicción, las personas son capaces de aceptar un estilo de vida altamente estresante, con condiciones laborales cada vez peores. La insostenibilidad se refleja en un lamentable estado de salud. En Bélgica, el 10% de la población toma tranquilizantes y somníferos de forma continua. En el Estado Español, el 34% de los niños entre 7 y 10 años padece de sobrepeso.

La falta de identidad propia, se ve reflejada en una autoestima muy baja y la creencia que la personalidad depende de las cosas, productos de consumo, que uno posee. La presión externa, combinada con la falta de autoestima, hace que el 75% de las adolescentes (mujeres menores de 20 años), desearía hacerse la cirugía estética si tuviera los medios.

El deseo de consumir conlleva, además de la adicción al acto del consumo, una dependencia financiera alta. Según el estudio europeo anteriormente mencionado, el 95% de los adictos al consumo muestra una tendencia al sobreendeudamiento. Para comprar todo lo que deseamos, nos inducen hacia la creencia de la necesidad de los créditos personales e hipotecarios. No sólo nos inducen, simplemente ya no es posible disponer de una vivienda digna sin pasar por el endeudamiento durante decenas de años. Porque ya no hay comunidad ni tejido social para ofrecer, con trabajo comunitario, una vivienda al que desea empezar a construir su vida fuera del hogar familiar.

La doctrina del único modelo posible se refleja en la ilusión de vivir en una sociedad democrática y desarrollada, frente al mundo bárbaro y violento. Una ilusión que provoca un profundo racismo, basado en la creencia de la superioridad propia, que justifica a la vez la explotación brutal de las otras sociedades.

Mientras los tres principios anteriormente mencionados son aplicados de forma más bien sutil al mundo de los consumidores, el otro polo de la población del planeta, los destinados a ser consumidos, simplemente es considerado como población colateral. La destrucción de la identidad pasa por la aplicación de la guerra y la represión. La realidad socioeconómica basada en la vivencia inmediata, es la realidad de la miseria pura y dura, que obliga aceptar cualquier trabajo, bajo cualquier condición. Y la ideología del único modelo posible, es impuesta por las instituciones internacionales, a través de los gobiernos títeres.

Los seres consumidos pueden ser manipulados según los intereses y las necesidades del sistema. Sufren bombardeos e invasiones o dictaduras crueles impuestas para ejecutar ciertas políticas económicas o impedir el surgimiento de otras formas de organizar la sociedad. Bailan al ritmo de los dictámenes de los organismos internacionales, obligados a cultivar y/o producir lo que impone el Banco Mundial o el FMI, en las condiciones estipuladas por ellas.

En su expansión, el capitalismo no puede permitir otras formas de organizar la vida, de organizar la economía. Es necesaria la destrucción del ser-campesino y del ser-indígena, por su alta capacidad de vivir al margen del modelo del libre mercado capitalista. No consume suficiente, ni produce beneficios para el capital. A la vez, su expulsión del campo genera territorio disponible para la agroindustria y convierte el ser-campesino en un posible ser-trabajador a sueldo de miseria. Igual suerte corre el ser-indígena, cuyos territorios albergan las mayores reservas de biodiversidad restantes, y a la vez, son territorios dónde la explotación masiva y barata no ‘molesta’ demasiado.

De esta forma, el Libre Mercado Capitalista produce un profundo cambio en la sociedad, que por primera vez en la historia amenaza con esclavizar a la totalidad de la población mundial. Destruyendo la identidad de las personas y de los pueblos se les arrebata su Persona , su Alma. Quitando la dignidad del ser humano, se le despoja de la esencia de su ser, su libertad. No la libertad promovida por el falso libre mercado capitalista, que es la libertad fugaz de un esclavo sometido a las reglas dictadas por el beneficio financiero del capital. Tampoco la libertad de aceptar cualquier trabajo bajo cualquier condición, forzado por la simple necesidad de sobrevivir. Sino la libertad de cada uno de buscar su propio camino, una libertad que ofrece sentido de vida. La libertad que sólo es posible desde el equilibrio interior y la satisfacción con la vida. El equilibrio interior, producto de una forma de vivir sin miedos, sin frustraciones, sin odio. La satisfacción con la vida, fruto de la felicidad, del disfrute de vivir de forma conciente.

El capitalismo crea hombres y mujeres vacíos, máquinas que sirven para producir beneficio. Para ello produce el miedo e insatisfacción de forma permanente. Desde el miedo al quedarse excluido de la ‘exitosa sociedad del consumo’, pasando por el miedo del vecino dentro de un mundo competitivo, hasta el miedo al enemigo: el terrorista siempre amenazante. E insatisfacción, producto del estimulo constante de tener cada vez más y de la vivencia en un entorno de estrés creciente, alejado del equilibrio natural.

La resistencia frente a esta amenaza esclavizante pasa por la defensa de la diversidad de las identidades y de los modelos de vivir y de convivir. Una lucha que no se somete a la fugacidad de lo inmediato, pero que sabe dibujar horizontes lejanos y combinar la utopía con lo concreto de la vivencia diaria. Que huye de los pensamientos únicos, y que sabe construir redes desde la divergencia.

Para ello hay que intercambiar y juntarse para aprender y estimularse. Desafiar al sistema capitalista es posible desde el caos de la multitud. Una multitud que sabe auto-organizarse y aplica criterios sobre los cuales el capitalismo no tiene control. Personas se juntan en grupos pequeños que trabajan de forma sostenible la tierra, autogestionan medios de información alternativos, crean sistemas informáticos libres y abiertos, buscan alternativas al uso del dinero, se alejan del consumismo masivo e intentan vivir cuidando el medio ambiente. En la medida que los diferentes grupos no entran en la provocación de la competición y del pensamiento de tener la única razón, constituyen una red de resistencia efectiva al capitalismo esclavizante.


[1] Beristain, Carlos Martín, ‘ Reconstruir el tejido social ’, Icaria editorial, Barcelona, 1999.

[2] Por analogía con W. Reich, que en su libro 'Psicología de masas del fascismo' (Ed. Roco, México, 1973) expone tres planos explicativos del fascismo: (1) una estructura de carácter, (2) un elemento ideológico y (3) una realidad socioeconómica basada en la vivencia inmediata.